Enésimo intento se llama esto (o se llama así hasta que encuentre un nombre adecuado),
porque es la enésima vez que intento escribir algo que sea coherente y
cohesionado, que llame la atención del lector, pero más que eso, que hable
directamente del corazón metafórico del escritor. No creo que sea una labor
fácil, pero quien sabe, en una de esas, toda esta palabrería llegue a alguna
parte con alguna historia interesante o una anécdota memorable que contar a los
nietos que no tendré.
Cuando era pequeño siempre me quedaba
sentado escuchando la misma, pero diferente historia de mi abuelo: de cómo creció,
de cómo su padre tenía otra familia, de cómo vivió en Sewell, de la cantidad innumerable
de hermanos y hermanas que tenía a su haber. Siempre, pero siempre me narraba
sus historias en la que pequeños detalles cambiaban, como que la casa donde
creció era azul y otras veces era roja, con pasillos cortos y otras veces
largos, pero algo siempre se mantuvo constante: su familia era algo que quería y
que odiaba, algo que necesitaba pero que, hasta cierto punto, lo dañaba. Era
maravilloso escuchar al viejo contar las mismas cosas y creo que eso me llevo, de
cierta forma, a tratar de escribir y de generar el mismo interés que yo tenía
en sus hitos e historias un tanto ilógicas. Lamentablemente ese puzle nunca lo
logré descifrar completamente, el viejo murió y se llevó con el los secretos
que construían la historia que siempre quise entender. De todas formas, las
leyendas nunca mueren y gracias a ello es que la imaginación existe y permite
continuar con aquello que no terminó de contar, tal vez de forma ficticia o casualmente
de forma verídica. Es por ello que ahora contaré lo que me contó, contaré su historia
con mis propias palabras y haré uno que otro punto más mío que de él.
¿Cómo debería partir su historia?
Tal vez debería contar que el viejo era una persona sumamente inteligente, con
una caligrafía digna de envidia y de atracción con la que muchos pensarían que
era un hombre letrado, lleno de diplomas y certificados que acreditaran esa
maravillosa forma de escribir, pero la verdad es todo lo opuesto. El viejo tuvo
pobres estudios, llego a cuarto básico y eso fue todo lo oficial para él, pero
los tiempos eran diferentes y eso permitía llegar a hacer y conocer muchas
cosas sin la limitante de tener un título universitario que ahora es una llave
necesaria para abrir las puertas que llevan a lugares más grandes. Lamento que
el mundo ya no sea como era y creo que él también lo lamentaría. Bueno, para
seguir con la historia debo contarles que el viejo siempre tuvo sed de
conocimiento, al menos en las historias que me contaba donde, a pesar de no
tener muchos recursos, siempre se las ingeniaba para aprender cosas nuevas. En
una de sus historias, donde su casa era grande y azul, y con pasillos cortos y
oscuros, según me contó, no había muchos libros que leer, por lo que nunca aprendió
ahí, así que salía cuando podía, sin que su madre lo viera o si no lo castigarían.
Ahí se iba al cerro que estaba a dos cuadras y veía como las personas se
sentaban en una banca que estaba en la subida y leían, principalmente el diario,
pero ocasionalmente libros. Después de ir muchas veces, se dio cuenta que eran
las mismas personas las que iban a leer en ese lugar y una en particular le
llamo la atención. Era una chica mayor que él y que debió haber tenido unos 16
o 17 años, mientras que el viejo tenía 12. Un día esta chica hizo contacto
visual con el viejo y le hizo un gesto para que se acercara. Isabel se llamaba
esta mujer que leía libros y que se sentaba siempre en la misma banca. Ella le
pregunto que qué hacía siempre sentado viendo como otros se sentaban en la
banca, a lo que respondió que sentía curiosidad de las personas y de que
siempre leían, cosa que él no podía ni sabía hacer bien. Parcialmente
sorprendida, se ofreció a enseñarle a leer y con esa oferta le hizo un regalo: “Adiós
a las armas” de Ernest Hemingway. El viejo estaba en estado catatónico por la
felicidad, la abrazo y le dio las gracias. En su casa nadie había hecho algo
así por él, nadie le había dado la atención que cualquier niño necesita y por
lo mismo sabía que no podía contarle a nadie de este encuentro, porque si lo
llegaban a saber, algo malo le pasaría. El mundo era un lugar extraño y violento a sus
ojos, así que mantuvieron el secreto mientras se pudo. Cerca de cinco meses
después de la primera interacción de viejo con Isabel pasó lo que no querían que
pasara. La mama del viejo lo vio conversando y con el libro en las manos. Le
pregunto qué era lo que estaba pasando e Isabel trato de explicar, pero ni bien
había terminado la primera palabra, la mama del viejo le dijo: “No te metai en
cosas que no te incumben cabra de mierda”. Con ojos en agua Isabel callo y vio cómo
se llevaban al viejo, casi arrastrándolo a la casa. Ya en la casa y en privado,
la mama del viejo le pego, diciéndole que no tiene porqué salir de la casa sin
permiso y que ya no saldría más solo. Lo peor, según me contó el viejo, fue que
no le basto con castigarlo y con pegarle, sino que además le quito el libro y
lo quemó. Siendo 7 hermanos en la casa y él el menor, nadie lo quiso defender
ni ayudar. El viejo lloro mucho durante un buen tiempo y cuando ya se le había pasado
la rabia y la impotencia, le llego la pena. Isabel se había ido, quien sabe a
dónde. Su única amiga ya no estaba y volvió a estar solo y más triste que
nunca. Recuerdo que la primera vez que me contó esto, termino con una sonrisa
triste en su cara, acariciándome la cabeza, así como deseando que nunca me
pasara algo como lo que le había pasado a él.
Me gustaría saber qué fue lo que
pasó con esa tal Isabel, o si siquiera existió, pero nunca lo sabré, al menos
no en esta vida, de todas formas fue una historia interesante para mí, pero la
que voy a contar ahora es un poco más emocionante, al menos desde mi
perspectiva y trata de cuando el viejo conoció a sus medios hermanos. En esta
historia, la casa era roja, tenía piso de madera abrillantada y los pasillos
eran largos con más luz y en el patio trasero había un solitario árbol justo en
el medio, donde pusieron un columpio. Recuerdo que reí entre dientes, porque
nunca antes me había dado una descripción “tan específica” de donde vivía,
además de que cambio muchos pequeños grandes detalles que él pareció no notar
que hizo. Fue gracioso para mí, pero al mismo tiempo me lleno de muchas
preguntas que no hice en su momento, ya sea porque no le daba importancia o
porque me daba vergüenza preguntarle porque cambio tantas cosas. Así que podrán
imaginar lo interesante que era escuchar al viejo con sus historias siempre
cambiantes que tenían siempre algo en común.